Una
mirada hacia el misterio trinitario nos esclarece que el Dios de los cristianos
no tiene nada que ver con aquel "soberano solitario" contra el que
luchan racional y, sobre todo, emocionalmente algunos representantes de la
teología feminista. En Dios hay lugar para el otro, para los demás. En su
interior se nos descubre un nosotros eterno, una vida de amor y entrega
infinitos entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. La divinidad la posee
el Padre en la absoluta comunión con el Hijo y con el Espíritu Santo.
En la Trinidad, "la totalidad de la
Persona es apertura a la otra, paradigma supremo de la sinceridad y libertad
espiritual a la que deben tender las relaciones interpersonales humanas." Existe
en Dios completa unidad y, a la vez, se pueden descubrir diferencias constantes
que nada tienen que ver con diferencias jerárquicas o de grados de importancia.
Las mujeres que profundicen en este misterio no pueden sentirse oprimidas o
heridas por estos nombres masculinos de Dios. Padre e Hijo les revelan
precisamente que la distinción es igual de originaria e importante que la
igualdad, que es justamente ella la que hace posible la comunión divina.
Comprender
esto significa poder aceptar las diferencias entre las personas humanas como enriquecimiento.
Y se
comprende cómo llegar al auténtico desarrollo del proprio yo: en la dedicación
afectuosa al otro, al tú divino y al humano.
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